martes, 12 de octubre de 2010
También el piano se hace lluvia
- ¿Tú no habías estado aquí con él?
- No, no había venido hasta hoy.
- Creí que me dijiste que te invitó una tarde y estuvisteis bebiendo y charlando.
- No te he dicho nada de eso.
- Pues me pareció…
Era la conversación entre dos hombres, amigos de un tercero, que se hallaban en el apartamento de éste último un día después de que falleciera, el 1 de julio de 1925. Habían pasado 27 años desde que el muerto se instalara en él. Ninguna, de entre todas las personas con las que se relacionaba, había accedido allí en todo ese tiempo, según se pudo saber después. El lugar, más que una minúscula vivienda con espacio para pocas cosas, parecía una tumba milenaria o el escenario de una película de terror, sin luz y lleno de polvo y telarañas. Suciedad en una colección de paraguas, más de cien, la mayoría sin haber sido usados. Suciedad en siete trajes de terciopelo y algunas camisas. Suciedad en la cama, cuyas sábanas parecían ser las únicas que la hubieran cubierto. Suciedad en la mesa, las dos sillas y la pequeña estantería. Suciedad en las cajas y bolsas donde hallaron partituras escritas por el difunto. Suciedad hasta en la misma suciedad. Suciedad por todas partes, incluso envolviendo el piano, que parecía no haber sido tocado en años.
Entonces, ¿en qué piano había compuesto su música? Nadie lo supo. Y nadie lo sabe hoy día, a pesar de los estudios que se han dedicado al autor. ¿Podía componer sin instrumento y transcribir las notas al pentagrama? No hay respuesta. Sí se ha llegado a saber, por algunos papeles que dejó escritos, quién era la misteriosa muchacha de ojos verdes con la que decía que vivía, y a la que ninguno de sus amigos había puesto la vista encima. Aquella muchacha era la miseria.
De estilo inclasificable y avanzado a su tiempo, denostado por los académicos, pero hoy considerado, al igual que Tchaikovsky, como ejemplo a seguir, fue una auténtica revolución formal y tonal de la música contemporánea. Odiado y admirado a partes iguales, compuso obras que han pasado a la posteridad, que bien podrían encuadrarse en la más hermosa tradición de la gran música clásica, a pesar que él hubiera renunciado expresamente a lo clásico, algo que ponía en practica ganándose la vida, no muy bien, según lo visto, como autor e intérprete de música de cabaret. Una música que, en los últimos años de su vida, llegó a rechazar por considerarla perversa y contraria a su naturaleza.
Era tan rupturista, intransigente e insoportable con los esquemas y conceptos formales de la música, que antes de escribir sus famosísimas “Gimnopedias”, se llamaba a sí mismo “fonometrógrafo”, alguien que mide y escribe los sonidos, no queriendo siquiera definirse como músico. Las “Gimnopedias” -- Gymnopedies, en francés – eran unas fiestas religiosas celebradas en julio y agosto en Esparta, en honor de los dioses Leto, Apolo, Pitio y Artemisa, tenidas como ceremonias de endurecimiento de los jóvenes para la vida y el combate. En ellas los adolescentes danzaban desnudos e imitaban los movimientos que se realizaban en la palestra, la escuela de lucha.
También se desconoce por qué el autor eligió ese nombre para tan bellas piezas musicales, aunque las compusiera tras leer “Salambó” de Gustave Flaubert, que describe el enfrentamiento de Cartago contra Roma. Cierto es que, por haber sido su autor, se le considera precursor de la “música de ambiente” o, para entendernos, “el hilo musical”. Él mismo se consideraba inventor de la “musique d’ameublement” (música de mobiliario), aquella que, según sus palabras, podía “encajar perfectamente como fondo sonoro”. En tal sentido, muchas de sus partituras han sido elegidas como banda sonora de películas y anuncios publicitarios.
Tras haber convivido con las vanguardias de su época, su obra resulta aún hoy tan extravagante como su vida. Con ideas disparatadas y ocurrencias en ocasiones paranoicas, titulaba sus composiciones de modo claramente influenciado por los poetas y pintores de aquellos años. Así, y para hacerse una idea, podemos citar: “Españaña”, “vejaciones”, verdaderos preludios blandos para un perro”, “tres pedazos en forma de pera”, “embriones disecados”, “oro viejo y viejas corazas” o “sonatina burocrática”.
Hoy ha llovido en Málaga. Lluvia para la melancolía. Lluvia creativa. Lluvia para la vida y la muerte. Lluvia para la alegría y la tristeza. Lluvia para, mientras suenan las notas de “Gotas de lluvia sobre mi cabeza”, sentirnos Paul Newman paseando en bicicleta a Katherine Ross en “Dos hombres y un destino”, la película en la que Newman y Robert Redford dan vida a Butch Cassidy y Sundance Kid, míticos atracadores de bancos. Lluvia para que José Feliciano nos traslade con su “Rain” a donde queramos dejarnos llevar. Lluvia para sentirnos lluvia, no para ver llover. Lluvia para creernos colegiales que estudian en una tarde parda y fría de invierno. Monotonía de lluvia tras los cristales, que escribió Machado. LLuvia pioggia, lluvia en italiano, con la que Gigliola Cinquetti ganó el Festival de San Remo de 1969. Lluvia de la que cantan Serrat y Sabina.
Eric Satie, el incomprendido, el inclasificable, había nacido en 1866. Murió en 1925. Tenía 22 años cuando escribió las Gymnopedies. La primera, de las tres que compuso, estaba dedicada al otoño y a lo que queda après la pluie, después de la lluvia. Disfrutémosla interpretada por Lars Roos.
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