miércoles, 6 de octubre de 2010

Carlos II, el peor de los peores reyes de España



Fue un lunes 7 de noviembre de 1661 cuando los pocos habitantes de la capital de España que eran capaces de enhebrar varias palabras seguidas pudieron leer lo siguiente:

“Es un robusto varón, de hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro, y algo abultado de carnes”.

Así se refería el cronista de sociedad de “La Gazeta de Madrid” al nacido un día antes, sin haberlo visto, pero citando “fuentes fiables y de todo crédito”. Fue el tratamiento de una noticia realizado más o menos como se hace hoy día con tantas otras, que las cosas tampoco cambian demasiado con el paso de los siglos: las fuentes no tenían fiabilidad alguna y el crédito era inexistente. Pero quedaba, y queda, bien reafirmar lo escrito con argumentos tales. Es decir, se mentía, y se miente, con total sinceridad. Si Quevedo no se hubiera ido a criticar por celestiales 16 años antes, el escribano de tal acontecer habría tenido que atarse los machos para aguantar sus pullas.

Días después de tan comentado acontecimiento, el embajador de Francia en nuestro país comunicaba a su rey Luis XIV, sin recurrir a las consabidas fuentes y etcétera, que:

“el Príncipe parece bastante débil, muestra signos de degeneración, tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras, y el cuello le supura. Asusta de feo”.

Había venido al mundo Carlos II (1661-1700). Llamado “El Hechizado”, fue uno de tantos errores que la Providencia ha cometido con estas viejas tierras de Hispania. Como sus consejeros, validos, asesores, cortesanos, acompañantes y médicos creyeron que estaba embrujado, aquel desgraciado alfeñique debió soportar toda su vida cuantos exorcismos quisieron practicarle para sacarle el mal del cuerpo y, ay, la jodienda que no tiene enmienda, para que procreara un heredero al trono. No hubo manera.

Fue el quinto hijo de Felipe IV (1605-1665) y su sobrina Mariana de Austria (1634-1696). La reina había estado antes prometida con Baltasar Carlos, hijo de un anterior matrimonio del rey, con lo cual todo quedaba en familia. La bárbara cosanguinidad estaba perfectamente asegurada. Tan elegante matrimonio había tenido cuatro hijos antes de que la cigüeña les trajera al pobre tarado de Carlitos. Los dos primeros, niño y niña, murieron pronto. Los otros fueron Margarita, la gentil infanta que Velázquez retrató en Las Meninas, casada posteriormente con su primo, Leopoldo I de Austria, y Felipe Próspero, que prosperó realmente poco, pues murió con 4 años de edad, justo una semana antes de que naciera quien habría de ser el peor de cuantos peores reyes ha debido sufrir España.

Felipe IV, garañón donde los hubiera, --tuvo 21 hijos, 8 de ellos bastardos, aunque es posible que fueran más-- padecía una enfermedad renal, gota, arterosclerosis, hemorroides y sífilis cuando, según él mismo contó, con 55 años y en el último polvo de su vida, engendró al engendro, nunca mejor dicho, que fue Carlos. La madre, la reina Mariana, aunque era una mujer de 29 años, no andaba muy sana después de ocho embarazos y cinco abortos. Aparte de su cojera, cojeaba de salud.

Cuentan libros no muy nuevos que el alumbramiento fue un espectáculo grotesco, ya que en él se dieron cita los mejores médicos de la Corte, quienes se limitaron a mirar, pues un doctor de la época no se rebajaba a intervenir en un parto, ya fuera el de la mismísima reina, y de 17 curanderas y parteras, que se estorbaban unas a otras. No se puede decir que la alcoba real fuera un teatro por asistencia de espectadores, pero casi.

No obstante, doña Mariana tuvo la ayuda inestimable de las reliquias sagradas que le pusieron alrededor de la cabecera de la cama: tres espinas de la corona de Cristo, un diente de San Pedro, un pedazo del manto de María Magdalena y una pluma de las alas del arcángel San Gabriel. Todas ellas eran reliquias de reconocido prestigio en el campo de la ginecología y obstetricia. (Documentado está también que, cien años antes, al infante Carlos, hijo de Felipe II, con ocasión de que se hallaba “enfermo de fiebres”, le metieron en la cama el cadáver incorrupto de San Isidro “para ayudarle a sanar”. El muchacho, como no podía ser menos, murió loco de atar.)

Fueron 28 amas de cría, 14 “titulares” y otras tantas “de repuesto”, elegidas entre 62 candidatas que se presentaron tetas en ristre al casting mamatorio, quienes alimentaron durante cuatro años a Carlitos (no me parece adecuado llamar don Carlos a un meoncete de esa edad), y no siguieron haciéndolo más tiempo porque daba mala imagen que quien ya era rey de España por haber muerto su padre, aunque su madre fuera reina regente, se encontrara aún en periodo de lactancia.

Si seguimos con las descripciones de la época, a las que hemos de atenernos, ya que todavía no se comercializaban las revistas del corazón, léase de la bragueta, el niño era enclenque, no sabía hablar y tenía frecuentes catarros y diarreas. ¿Do había quedado, pardiez, la robustez de la que había hablado el plumilla de “La Gazeta” (sí, se escribía con zeta)?

Escaso de musculatura, hasta los seis años no pudo andar ni casi mantenerse en pie. Por miedo a enfriamientos, no le sacaban al aire ni a tomar el sol. Además de eso y de unos achaques bronquiales, poquita cosa, tampoco es para tanto, padeció hasta los 11 años sarampión, varicela, rubéola y viruela. Completaban el cuadro médico de su infancia y adolescencia unos violentos ataques de epilepsia, que le acompañaron toda su desgraciada vida, y que aquellos sabios galenos diagnosticaron como posesión diabólica.

Si físicamente era un desastre, intelectualmente no se sabe qué era. Comenzó a hablar cuando tenía 10 años y nunca aprendió a hacerlo correctamente, como tampoco supo escribir. Aquel membrillo abúlico, jamás mostró el más mínimo interés por el estudio, a pesar que tuvo a su lado a los mejores maestros y educadores de la época. Sólo salía de su estupidez cuando, desde temprana edad y hasta días antes de acabar su padecer en la vida, se iba a la cocina de palacio para ayudar a preparar postres o hartarse de chocolate. No dudaba en hacerlo, aunque se hallara en cualquier reunión de importancia, léase Consejos de ministros o presentación de embajadores.

Tan retrasado estaba que, cuando cumplió 14 años y, según el testamento de su padre debía ser declarado mayor de edad para hacerse cargo del trono de España, su madre consiguió de las Cortes que la mantuvieran en la regencia dos años más. Aquella España seguía sin rumbo y sin cabeza rectora. Juan José de Austria, hermanastro de Carlos, y primer hijo bastardo de Felipe IV, quiso hacerse con el poder, puso su empeño en ello, fue eliminando enemigos poco a poco, pero falleció en 1679, con lo cual todo el peso de la corona recaía de nuevo sobre el desgraciado que jamás la quiso, aunque algunos historiadores aseguran que tuvo un gran sentido de la Realeza. Qué cosas.

Contaba 18 años el alelado y tenía ilusión ante su próximo matrimonio. Ni política ni milicia le importaban nada. Sólo el chocolate y saber que iba a catar cuerpo de hembra despertaban su interés. Le habían elegido para el casorio a María Luisa de Orleáns, una jovencita de 17 años, que era sobrina de su hermana María Teresa, esposa de Luis XIV de Francia. Carlos se enamoró perdidamente al verla en un retrato. A la adolescente le ocurrió todo lo contrario, y vertió lágrimas a raudales, a pesar de que el cuadrito de su prometido, realizado por Claudio Coello, estaba enmarcado en brillantes. Coello era el pintor de la Corte, el artista que más retratos le hizo y el que se esforzó al máximo para disimular la fealdad del rey en ellos. Pero ni por esas.

El bodorrio se celebró en Quintanapalla, un pueblo de Burgos. Pasado el banquete, dejaron solos a los nuevos esposos con la esperanza de que el rey acertara a preñar a la francesita. Tampoco. Al año de matrimonio María Luisa seguía tan virgen como vino, pues, según los médicos de la Corte,

“ni se consumó el acto matrimonial ni la precocísima eyaculación del rey permitían simultanear ambas efusiones”.

Carlos padecía del síndrome de Klinefelter, alteración cromosómica que determina unos genitales pequeños, testículos atróficos, y una falta de formación y secreción espermática, aunque no la prostática que la precede, pero los médicos de la época no las distinguían.

En un alarde de espionaje, el embajador francés (los gabachos siempre nos han tocado los que el rey tenía pequeños) logró de la lavandería de palacio unos calzoncillos del rey para que dos médicos de su confianza los examinaran y determinaran si Carlos era o no estéril. A la vista de los restos de poluciones, uno dijo que sí, el otro que no. Empate en la investigación, pero la preñez de la reina seguía sin producirse. Además, la pobre muchacha sufría de cólicos y problemas intestinales a causa del régimen de friúras, alimentos fríos, que los médicos le hacían tomar para concebir, ya que nadie podía pensar que un varón fuera estéril, y aún menos si se trataba del soberano.

Así las cosas, Carlos envejecía a pasos agigantados, el senilismo hacía mella en él, además de sumar a su larga lista de achaques las alteraciones digestivas, causadas por la mala masticación debida a su prognatismo (deformación de la mandíbula, por lo cual sobresale del plano vertical de la cara), y toda una serie de purgas y sangrías a las que le sometían.

La reina María Luisa murió tras diez años de tan feliz matrimonio, el 12 de febrero de 1689, a consecuencia de una apendicitis aguda. El rey quedó destrozado, pero, ya se sabe, el muerto al hoyo y el vivo a un nuevo co.., digo, al bollo. Diez días después del fallecimiento, el Consejo Real le propuso que volviera a contraer matrimonio. ¿Contra quién? Eligieron a Mariana de Neoburgo, una princesa cuyo único mérito era que sus padres, los Electores de Sajonia, había tenido 23 hijos.

La nupcias se celebraron en Valladolid, el 4 de mayo de 1690, pero, a pesar de tal antecedente de preñeces, no fue posible que la reina anunciara la feliz nueva de un embarazo, aunque, dado su gusto por el poder, simuló once veces hallarse en estado de buena esperanza. Como Carlos no funcionaba en la cama y pasaba el mayor tiempo posible dedicado a su glotonería pastelera, Mariana le cogió gusto a las intrigas palaciegas, algo que se acrecentó desde 1696, cuando murió la reina madre, víctima de un zaratán, o cáncer de útero, enfermedad que también había costado la vida a Isabel la Católica. Para hacer realidad sus deseos, la de Neoburgo no dudó en ayudar a someter al rey a diversos procesos de exorcismo.

Recurrió a Froilán Díaz, su confesor, quien recomendó vivamente a fray Antonio Álvarez Argüelles, capellán de un convento del pueblecito asturiano de Caldas de Tineo, en el que se hallaban encerradas varias monjas posesas, como la persona más sabia y preparada para pedir al diablo que le revelara el modo, el por qué y por quién estaba el rey hechizado. El mismo demonio se lo hizo saber jurando ante el Santísimo Sacramento, aseguró el cura a los cuatro vientos y ante la presencia de los más destacados miembros de la Corte y poderes establecidos. Todo lo anterior es tan creíble como que, si Snoopy hubiera existido, el diablo también lo habría citado en su juramento. Pero las patrañas no tuvieron respuesta en contra, y al rey volvieron a hacerlo objeto de todo tipo de experimentos.

Pero, ¿cómo pudo el fraile arrancarle la confesión a Satanás? ¿Qué le dijo, y en qué lengua lo hizo? Según Antonio, el jefe de los infiernos le manifestó --con notable precisión demoníaca, eso sí-- que:

“el hechizo se lo habían dado al rey en una taza de chocolate el 3 de abril de 1675. En ella se habían disuelto los sesos de un ajusticiado, para quitarle el gobierno, las entrañas para privarle de la salud, y el semen para impedirle dejar embarazada a mujer alguna. La culpable de todo fue la madre del rey, doña Mariana de Austria, que deseaba seguir gobernando.”

Al desgraciado Carlos le sometieron a tales sangrías, dietas y exorcismos que su delicada salud empeoró aún más. Al verlo en tan lamentable estado, la reina Mariana de Neoburgo preguntó al Consejo de la Inquisición si los métodos eran adecuados. La respuesta no dejó lugar a dudas: Froilán Díaz y Antonio Álvarez Argüelles terminaron sirviendo de antorcha.

Pero el problema seguía latente: el rey no preñaba a la reina, algo habría que hacer. Desde Viena, y enviado por el rey Leopoldo I, casado con Margarita, hermana de Carlos, llegó a Madrid otra lumbrera visionaria, el fraile capuchino Mauro Tenda, quien, tras interrogar hábilmente al rey, concluyó que no estaba endemoniado, pero sí hechizado. Un alivio, menos mal. Propuso un plan de tipo psicológico, vaya usted a saber con qué psicología lo hizo, aunque, para no pillarse las manos, dejó claro que:

“si la receta falla y el dolor persiste, será señal de que la dolencia tiene causas naturales y ha de ser curada por los médicos”.

Y aquí es donde vuelven a aparecer los doctores encargados de sanar al enfermo, que, visto lo visto, tuvieron poco éxito. En marzo de 1698 el marqués D´Harcourt escribía a Luis XIV:

“Es tan grande la debilidad del rey que no puede permanecer más de una o dos horas fuera de la cama. Cuando sube o baja de la carroza, siempre hay que ayudarle. Se le hinchan los pies, piernas, vientre y cara, y, a veces, hasta la lengua, de tal forma que no puede hablar.”

Presentaba frecuentes diarreas, en muchas ocasiones provocadas por los propios médicos “para eliminar la materia corrupta”. A consecuencia de tanta manipulación en su castigado organismo, el rey hizo un día 18 deposiciones y luego permaneció varias horas inconsciente.

Todo se sumaba en contra del pobre desgraciado: edemas, fatiga, hinchazón, decaimiento, ataques epilépticos, vómitos, diarreas, y fiebres. ¿Qué remedios aplicaban los sabios galenos para combatir y acabar con tal cantidad de males?

“ colocar pichones recién muertos sobre la cabeza para curar la epilepsia, y comer entrañas calientes de cordero recién matado para sanar sus procesos intestinales.”

Las cancilllerías europeas movían sus peones para buscar a quien ocupara el trono español, que iba a quedar vacante pronto. Austríacos y franceses peleaban por ello, y desde septiembre de 1700 las noticias sobre la salud del monarca eran comidilla diaria de las embajadas. El 5 de octubre de ese año se supo que:

“Su Majestad recibió los Sacramentos e hizo testamento el día 2, aunque se ignora su contenido, pues se guarda absoluta reserva. La enfermedad es grave, pues en pocos días ha tenido 200 deposiciones, ha perdido el apetito y está extenuadísimo, al punto de parecer un esqueleto.”

Pretender que alguien quisiera comer las entrañas recién sacadas de un animal, y que lo hiciera tras haber estado defecando de tan abundante manera, se nos antoja tarea imposible, pero los médicos se aplicaban a ello con toda su ciencia. Aquella especie de muerto en vida todavía duró dos semanas más. Sin fuerzas, respirando fatigosamente, con la cama convertida en un sumidero de heces, y tras día y medio en coma, murió el 1 de noviembre de 1700, a las dos y cincuenta minutos de la tarde.

La autopsia efectuada a Carlos II “El Hechizado”, realizada por los mejores especialistas de la época, que prestaban su servicio en la Corte, puso de manifiesto lo siguiente:

“el corazón muy pequeño, del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenosos, tres grandes cálculos en un riñón, un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua.”

Su muerte fue el final de la más degenerada y patética víctima de la endogamia, el fruto más podrido de la dinastía de los Austrias. Abierto el testamento, se supo que nombraba sucesor a un francés, el duque de Anjou, futuro Felipe V, que inauguró la dinastía de los Borbones.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Da mucha pena leer la triste vida de este rey, pero me he reído mucho con algunos comentarios.
Haces que entren ganas de saber más y más. Gracias de nuevo.

Llehnie dijo...

Interesante relato. Pero, al mismo tiempo, sobrado de expresiones despectivas hacia un minusválido, un deficiente mental que no tenía ninguna culpa de haber nacido así. Sea más compasivo, hombre.

Siba dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Siba dijo...

Hombre... El peor... Siendo todo lo impedido que el hombre fue, no rindió el imperio español a Luis XIV, lo cual es toda una hazaña, mantuvo en mayor o menor medida el vasto imperio que heredó de su padre e impulso algunas iniciativas de gobierno bastante interesantes. Para mí hay muchos reyes que se merecen más ese adjetivo de peores: Felipe III, Carlos IV, Isabel II... FERNANDO VII. En fin, es solo mi opinión. De todas maneras, fue una lectura muy interesante... Un saludo