lunes, 4 de octubre de 2010

Francisco Gómez Santibáñez, querido y admirado maestro


Paquito Gómez Santibáñez vivió su infancia en la Villa y Corte, el Valladolid y los Madriles desde finales del siglo XVI hasta mediados del XVII, rodeado de reyes, validos, valieran o no para algo, nobles, potentados, militarones, y clerigalla, ya que sus padres desempeñaban altos cargos en Palacio. No fue lo que se dice un niño normal: se graduó en Teología en la Universidad de Alcalá de Henares cuando tenía 16 años, aunque no llegó a ordenarse sacerdote, eso que ganamos, y con 18 dominaba el griego, latín y hebreo, lenguas hoy muertas, pero entonces vivas y cabeza visible de la cultura y el pensamiento.

Tampoco era Paquito un niño lo que se dice guapo. Muy al contrario, la verdad es que Paquito se las traía como nene para mostrar a las amistades. Cuentan los cronicones que era de mediana estatura, más bien retaco, acabezonado, de pelo negro y encrespado, de frente grande, de ojos muy vivos, corto de vista (siempre llevó lentes, unas que puso de moda y que han pasado a la posteridad con su apellido), cojo, y lisiado de ambos pies. Lo que se dice un cromo. Paradójicamente, y con el paso de los años, fue a cojos y otros lisiados a quienes más atacó en sus escritos satíricos. Ya en su mayoría de edad, Paco era de temperamento sensible y tímido, de carácter violento y buen espadachín. Genio en la escritura, gustaba de la borrachera, los lances con acero y las andanzas puteriles. Algo de lo comentado podemos observar en su retrato, debido posiblemente a los pinceles de Velázquez, o copia de un original perdido del genio sevillano realizada por Juan Van der Hamen, que se puede contemplar en la sede de la madrileña Fundación del Instituto Valencia de don Juan, y que aquí reproducimos.

Llegado a la treintena, don Francisco perfeccionó sus dotes para la esgrima con el mismísimo Luis Pacheco de Narváez, maestro de armas del rey Felipe IV (1605-1665) y considerado el mejor hombre de su tiempo en arte tal. Pacheco fue también prolífico escritor sobre la materia que dominaba, como lo demuestran sus “Libro de las grandezas de la espada” (1600), “Cien conclusiones sobre las armas” (1608) y “Nueva ciencia y filosofia de la destreza de las armas” (1632), cotizadísimas joyas para los bibliófilos actuales.

Se ganó la amistad de Félix Lope de Vega Carpio (que le elogia en su libro de "Rimas humanas y divinas", firmadas por Tomé Burguillos, uno de los heterónimos de aquél, ahora de moda por la película Lope), así como de Miguel de Cervantes, que le elogia en el "Viaje del Parnaso", con quienes, capillitas ilustres, formaba parte de la Cofradía de Esclavos del Santísimo Sacramento. Sin embargo, atacó sin piedad al dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón, pelirrojo y jorobado, y a Luis de Góngora, a quien tuvo como blanco preferido durante toda su vida. Le acusó de ser un sacerdote indigno, homosexual de pecado nefando, escritor sucio y oscuro, entregado a la baraja e indecente. Góngora (Argote por su madre) le devolvió continuamente los elogios y biendecires.

Gómez Santibáñez no cejaba en su intento de satirizar cruelmente al escritor cordobés a la menor ocasión. Para acusarle de judío y judaizante le escribió su Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa…, ya que Góngora tenía una considerable napia ganchuda y en la época se creía que el rasgo físico más acusado de los judíos era ser narigudos. En su descargo, cabe decir que don Luis le correspondió casi con la misma violencia: le acusaba de borrachín consumado, le llamaba Francisco de Quebebo, y de fulano muy dado al puterío, a pesar de que vivía amancebado con una tal Ledesma, de la cual no se sabe nada más.

Hijo predilecto de todos los prostíbulos y lupanares de Madrid, solía invitar a sus amigos a correrse, literalmente, unas juergas --y en las juergas-- con mujeres. A pesar de ello, y de ser el proveedor oficial de putas para los más altos personajes de la Corte, (los grandes duques de Osuna --para quien se trabajó, y logró, el nombramiento de virrey de Nápoles--, de Lerma, y de Olivares, de cuyos favores gozó, pero por cuya causa también dio con sus huesos en destierro interior y en la cárcel), fue más coleccionista de enemigos que amigos: hizo siempre bandera de misantropía, la aversión general hacia la especie humana, y misoginia, el odio y desprecio a las mujeres y a lo femenino.

De los azares de su vida hablan también que fuera encargado por el duque de Osuna de dirigir y organizar la Hacienda del Virreinato italiano (en esto ocurre como en la actualidad: cualquiera que tenga un desconocimiento absoluto de un tema puede estar al frente del organismo que haya de gestionarlo o desarrollarlo) y fue también espía para España en Venecia.

Caído el grande Osuna, don Francisco es arrastrado también como uno de sus hombres de confianza y se le destierra en 1620 a Torre de Juan Abad (Ciudad Real), pueblo cuyo señorío había comprado su madre antes de fallecer. La llegada al trono de Felipe IV, rey desde que cumplió 16 años en 1621, y el tercero de más permanencia al frente de la monarquía española, sólo superado por Felipe V y Alfonso XIII, supuso para nuestro hombre el levantamiento de su castigo, la vuelta a la política y grandes esperanzas al saberse nuevamente protegido por el poderoso conde duque de Olivares, verdadero rey en la sombra. Don Francisco acompañó al joven monarca en viajes a Andalucía y Aragón, algunas de cuyas divertidas incidencias cuenta en interesantes cartas.

Fue nombrado secretario del rey, en 1632, lo que supuso la cumbre en su carrera cortesana. Sin embargo, era un puesto sujeto a todo tipo de presiones, y su amigo el duque de Medinaceli, hostigado por su mujer, le obligó a casarse contra su voluntad con doña Esperanza de Mendoza, señora de Cetina, viuda y con hijos. El matrimonio, celebrado en 1634, apenas duró tres meses. Bueno era don Francisco para tener atadura con una sola mujer…

Gustaba en gran manera del calambur, el juego de palabras que consiste en modificar el significado de una ellas, o de una frase, agrupando de distinta forma sus sílabas. Por ejemplo: plátano es /// plata no es. Hay quienes postulan que el término proviene del árabe kalembusu (palabra equívoca), o del italiano calamo burlare (bromear con la pluma). Otros estudios lo hacen derivar del francés calembour, y éste de Kahlenberg, pueblo cuyo párroco, hacia 1300, fue célebre por su afición a tal manera de hablar o escribir.

El calambur más famoso de la historia de la lengua española se atribuye a don Francisco, quien llamó "coja" a la reina Mariana de Austria (coja realmente y a la que le enojaba mucho toda mofa hacia su discapacidad), segunda esposa de Felipe IV y madre de aquel pobre imbécil, fruto de tantos cruces cosanguíneos, que fue el rey Carlos II, último eslabón podrido de la dinastía de los Austrias. Había apostado el pago de una cena con sus amigotes a que tenía el valor de decirle eso a la reina. Compró dos ramos de flores, uno de claveles blancos y otro de rosas rojas, y se presentó ante ella en la plaza pública donde se encontraba. Con una cortés reverencia, extendió los brazos ofreciéndole a doña Mariana los dos ramos de flores, uno sujeto en cada mano, y le dijo los dos versos que harían que sus amigos le pagasen la cena de la apuesta, y que quedaron para siglos venideros:

Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja. /// Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad es coja.

Otro calambur suyo se encuentra en un poema que narra la boda de unos esclavos:

Ella esclava y él esclavo que quiere hincársele en medio. /// Ella esclava y él es clavo que quiere hincársele en medio.

Recurramos a maneras literarias de otrora y digamos que, en el año del Señor de 1635, un llamado Tribunal de la Justa Venganza, formado por una reata de envidiosos resentidos, publicó un libelo en el que le consideraba maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios, y protodiablo entre los hombres. Le habían visto volver a la vida pública, recuperado su poder e influencia en las más altas instancias cortesanas, temían su sátira y su excepcional talento, y le declararon guerra sin cuartel.

En 1639, durante la celebración de un banquete en palacio, apareció un memorial bajo la servilleta del rey que comenzaba con "Sacra, católica, cesárea, real Majestad..." En él se denunciaba la política del conde duque de Olivares, y aunque no se le probara ser su autor, don Francisco fue detenido y, tras confiscársele su hacienda y libros, llevado al frío convento de San Marcos en León, entonces lugar de penares y tristezas, hoy convertido en el Parador de Turismo más bello de España, donde permaneció hasta la caída del valido y su retirada a Loeches en 1643. Durante su encierro se dedicó a la lectura, como cuenta en la “Carta moral e instructiva”, escrita a su amigo Adán de la Parra:

Desde las diez a las once rezo algunas devociones, y desde esta hora a la de las doce leo en buenos y malos autores, porque no hay ningún libro, por despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena, como ni algún lunar el de mejor nota. Catulo tiene sus errores, Marcus Fabius Quintilianus sus arrogancias, Cicerón algún absurdo, Séneca bastante confusión, y en fin, Homero sus cegueras, y el satírico Juvenal sus desbarros, sin que le falten a Egecias algunos conceptos, a Sidonio medianas sutilezas, a Ennodio acierto en algunas comparaciones, y a Aristarco, con ser tan insulsísimo, propiedad en bastantes ejemplos. De unos y de otros procuro aprovecharme de los malos para no seguirlos, y de los buenos para procurar imitarlos.

Pasó casi cuatro años en la cárcel, de la que salió para estar dos más malviviendo en el mundo, carcomido el cuerpo por la enfermedad, vestido con la ropa que le daban, con su hacienda embargada, sin posibilidad de publicar y en completa miseria.

Gómez Santibáñez, ácido donde los hubiera y haya, es sobre todo conocido por su poesía satírica y burlona. Le zurró más la badana al pueblo llano que a la nobleza, lo contrario que su contemporáneo, Juan Tassis y Peralta quien, a pesar de ser conde de Villamediana, fustigó sin piedad a cortesanos, palaciegos y otros parásitos de azulada sangre.

La poesía amorosa, tenida por de las mejores en nuestra lengua, es su producción más paradójica: un misántropo y misógino es el gran cantor del amor y de la mujer. Escribió numerosos poemas de amor (se conservan más de doscientos), dedicados a varias mujeres (Flora, Lisi, Jacinta, Filis, Aminta y Dora), ninguna de las cuales ha sido identificada. Todas eran arquetipos de la mujer que no halló: el amor era sólo algo inalcanzable.

Uno de tales poemas, el titulado "Amor constante más allá de la muerte", está considerado como el más bello soneto de amor escrito en lengua española y una de las más altas cotas de la lírica amorosa:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

Mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido:

Su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

En catorce versos, un soneto compuesto según los cánones clásicos de sílabas y rima, que requiere el esfuerzo y la complicidad de quien lo lee para entenderlo y disfrutarlo por completo, el autor condensa parte de la mitología griega sobre el más allá: tras la muerte,"la postrera sombra que me llevare el blanco día", el alma se separa del cuerpo y tiene que atravesar la siniestra laguna Estigia, conducida a bordo de la barca de Caronte. Al atravesar la laguna, el alma tiene que dejar todos sus recuerdos en la ribera de la que se parte, de modo que, cuando se llega al destino final, los infiernos, ningún recuerdo le quede.

Ahora bien, el amor del poeta es tan intenso que está dispuesto a desafiar la ley de los infiernos:

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

La alusión a la "llama" ha de ponerse necesariamente en relación con la conocida metáfora que identifica al amor con un fuego intenso. El recuerdo de ese amor no puede quedarse en la ribera de la laguna, viendo cómo se aleja el alma que lo albergó, "alma a quien todo un dios prisión ha sido". Será capaz de "nadar el agua fría" persiguiendo a esa alma atormentada

En la parte final del soneto se describe ese profundo amor, inolvidable incluso después de la muerte. Para entender correctamente el poema, se debe desentrañar el sentido de los últimos seis versos. Hay que colocarlos en el orden que debieran ir, no como los dispuso el autor, que lo hizo en un fantástico uso del hipérbaton para realzar el final. Ordenados, resultan del siguiente modo:

"Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
su cuerpo dejará no su cuidado;
venas que humor a tanto fuego han dado,

serán ceniza, mas tendrá sentido,
medulas que han gloriosamente ardido;
polvo serán, mas polvo enamorado".


Ese alma, que ha sido como una prisión para ese amor, dejará su cuerpo, pero nunca el cuidado del mismo. Las venas por las que ha corrido el humor, la sangre, de ese amor serán ceniza como consecuencia de la muerte, pero tendrán sentido. Medulas (medula, no médula, porque la expresión médula no se empleó hasta el siglo XIX), que han gloriosamente ardido, esto es, un amor que llegaba hasta lo más profundo de los huesos, "polvo serán, mas polvo enamorado". Esto último es lo que da sentido a la vida.

Gómez Santibáñez podía haber muerto degollado en cualquier callejón, apuntillado o rajado en canal con una espada ropera, esas que militares y civiles llevaban en la época como parte de su ropa, colgadas de un ancho correaje, y que les servía de arma defensiva, además de adorno y complemento. Una buena estocada dada en el corazón con la ropera, que Arturo Pérez Reverte llama herreruza, en honor a los clásicos, y pone en manos de su Alatriste, el mercenario capitán, le habría proporcionado una muerte de lo más poética.

Atravesado de parte a parte y desangrado como un cerdo en su sanmartín, don Francisco hubiera sentido en sí mismo alguno de sus propios versos. Pero hubo de conformarse con decir adiós, mundo cruel, en el convento de los dominicos de Villanueva de los Infantes, un pueblo de Ciudad Real, víctima de una enfermedad del pecho que contrajo durante su estancia en prisión. La humedad del encierro había hecho también que se le ulcerasen varias llagas, que él mismo debía cauterizarse con fuego, pues no disponía ni de médico que le atendiese.

Cuenta una de las muchas leyendas referidas a don Francisco que le metieron unas espuelas de oro en el ataúd, que su tumba fue profanada días después por un caballero que deseaba poseerlas, y que el mangante murió al poco tiempo tras cortarse en una mano con una de ellas. En 2009, tras muchas búsquedas y peripecias no exentas de misterio, los restos de don Francisco fueron identificados en la cripta de Santo Tomás de la iglesia de San Andrés Apóstol del citado pueblo. A la identificación ayudó el hecho de que uno de los fémures fuera más corto que otro, señal inequívoca de la cojera que padeció.

Si como decía Oscar Wilde, la literatura no se lee y el periodismo es ilegible, y aunque no sea el caso, cabría concluir, habida cuenta el panorama literario actual, que Paco Gómez Santibáñez (1580-1645)cada día escribe mejor y mejor domina nuestro idioma. Me gustaría haberlo tenido de maestro en todos y cada uno de los medios de comunicación en los que he trabajado, y en los que hogaño trabajo.

Vino al mundo, y murió, con el nombre y apellidos de Francisco Gómez Quevedo y Santibáñez Villegas. Vista aguda, pluma puntiaguda y mala leche. Fue, es y será HISTORIA, con mayúsculas, de la literatura universal. Gracias le doy por dejarme leerlo, releerlo y admirarlo.