martes, 5 de octubre de 2010

Anoto en mi agenda: felicitar a Miguel, que cumple cien años



“Aquí lo que hay es mucho hijo de puta y mucha puta”. Eso dijo ante quienes eran sus compañeros de ideología y bando bélico. No se callaba, nunca lo hizo. No entendía que se estuviera pasando tanta hambre en España, asolada por la Guerra Incivil, y, sin embargo, se derrochara tanta comida en un banquete organizado en Madrid por la Asociación de Intelectuales Antifascistas, presidida por Rafael Alberti y María Teresa León, que se sintió ofendida, se levantó y le propinó una sonora bofetada. El poeta del Puerto de Santa María y su ya entonces compañera estaban a sueldo de Moscú, pero vivían como verdaderos capitalistas en un lujoso edificio incautado en la capital de España, el palacio de los Herrero Spínola, en la calle Marqués de Duero, hoy declarado monumento histórico artístico, también conocido como palacio de Zaldáburu. Alberti Merello no parecía dispuesto a renunciar a ciertas comodidades que disfrutaba por proceder de una familia de bodegueros gaditanos, proveedores de buenos caldos a las casas reales europeas.

Otra versión sobre tal suceso apunta que Miguel, cuando llegó de lugares donde se estaba combatiendo, con la ropa empapada de sudor, se encontró con aquel ambiente de señoritingos con mono azul y alpargatas sentados en mesas donde corría el vino y abundaban las viandas. Se acercó al encerado que presidía la sala, y escribió la frase. María Teresa, única mujer presente, arremetió contra él y le asestó un puñetazo que le rompió un diente. Habían dejado de hablarse para los restos. Era el otoño de 1936. Andrés Trapiello en “Las armas y las letras”, Aquilino Duque en “Mano en candela”, y destacados líderes del PCE, como Simón Sánchez Montero y Federico Sánchez, nombre en la clandestinidad de Jorge Semprún, ministro de Cultura con Felipe González desde 1988 a 1991, también se han referido a ello.

Después se ha contado que la pareja Alberti-León fue muy amiga del poeta de Orihuela, se ha tratado de quitar hierro a la ruptura, pero no es verdad. Se ha sabido incluso que Alberti, quien dedicaría el resto de su vida a ir por el mundo como viuda doliente de García Lorca, siempre tuvo entre ceja y ceja a Miguel Hernández porque éste, cuando llegó a Madrid, mantuvo un rollete de cama y folganza con Maruja Mallo, de nombre real Ana María Gómez González, persona liberal, pionera de la pintura surrealista en España y adalid de los derechos de la mujer en todos los ámbitos personales, sociales y culturales y profesionales. Miguel le dedicó parte de los sonetos de “El rayo que no cesa”. Maruja fue amiga de los grandes poetas de la Generación del 27, que la consideraban en extremo inteligente, además de muy hermosa. Alberti había tenido sus días de coyunda con ella antes de conocer a María Teresa León. Hay quienes añaden que durante y después también.

Así era Miguel Hernández Gilabert, el pastor de cabras, “poeta del pueblo”, como gustaba denominarse, y comisario del Quinto Regimiento, uno de los estandartes del Gobierno de la República, que agrupaba a lo mejor de las tropas del Partido Comunista de España, comandadas por Enrique Líster y Valentín González “El Campesino”y Juan Modesto. Fue el propio Líster quien dijo en varias ocasiones que ni Alberti ni María Teresa León, como tampoco Carrillo ni La Pasionaria, habían pisado jamás un frente de guerra, algo que Miguel Hernández hacía continuamente para animar y a arengar a los soldados y milicianos con sus versos y proclamas.

Miguel fue a Madrid por vez primera en 1931, aunque volvió de inmediato a su pueblo. Después salió de Orihuela para regresar a aquella varias veces desde 1934 a 1936. Llegó a la capital de España con el bagaje cultural que le había proporcionado una formación básica y la lectura de volúmenes prestados por Luis Almáchar, canónigo de la catedral de Orihuela, quien, cuando el poeta dejó el colegio de los jesuitas, al cumplir los 15 años, reclamado por su padre para cuidar el rebaño de cabras, sustento de la familia, se encargó de abrirle el mundo de los clásicos. El sacerdote le proporcionó libros de Virgilio, Cervantes, Lope, Garcilaso, Góngora y San Juan, verdaderos maestros del poeta cuando ya no estaba en las aulas escolares. Miguel no fue un analfabeto ni un autodidacta en lectura y escritura, como también se ha llegado a decir en libelos propagandísticos. Recibió educación de religiosos, pero renegó de su estancia entre curas, y lo hizo en 1936, cuando se alistó al ejército de la República y escribió:

“Vengo muy satisfecho de librarme // de la serpiente de las múltiples cúpulas, // la serpiente escamada de casullas y cálices.// Me libré de los templos: sonreídme”.

En la capital de España trabó amistad con los poetas de la Generación del 27, especialmente con Vicente Aleixandre, Luis Rosales, Manuel Altolaguirre. Congenió de inmediato con Pablo Neruda, que dijo de él que “tiene cara de patata recién sacada de la tierra”. La verdad es que tenía una cara con algunas cicatrices, producidas por una explosión de carburo que sufrió en su infancia. Fue el poeta chileno quien, la primera vez que Miguel estuvo encarcelado, tras haber sido entregado por la policía portuguesa a la Guardia Civil cuando trataba de entrar desde Huelva al país vecino, intercedió por él ante un cardenal. Sucedía todo ello en septiembre de 1939, ya acabada la contienda bélica. Miguel fue liberado y volvió a Orihuela, donde, víctima de una delación, lo detuvieron y encarcelaron de nuevo. No salió de prisión hasta su muerte.

Mantuvo también buenas relaciones con Juan Ramón Jiménez, el gran icono de la poesía de la época, pero también el más odiado por sus contemporáneos, que le llamaban “lengua de víbora”. Miguel se refería a él como “dulcísimo maestro” y el poeta de Moguer, padre de Platero, alababa los versos del oriolano. Sin embargo, nunca llegó a congeniar con García Lorca. Federico no era amigo de que nadie le robara protagonismo en nada, y Miguel captaba la atención de los presentes cuando recitaba sus versos. Para ganar algo de dinero colaboró como secretario y redactor de la Enciclopedia de los Toros, la monumental obra de José María de Cossío, biblia de la Tauromaquia y fuente imprescindible para beber en las aguas del toro y el toreo.

Se casó con su novia de siempre, Josefina Manresa Marhuenda, el 9 de marzo de 1937. Ese mismo año viajó a Rusia y también participó en el Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, celebrado en Madrid y Valencia. En diciembre nació su primer hijo, Manuel Ramón, que murió muy pronto. Corría 1940 cuando en la cárcel recibió una carta de Josefina en la que le decía que su segundo hijo, Manuel Miguel, nacido en enero de 1939, sólo comía pan y cebolla. Eso le inspiró las “Nanas de la cebolla”, uno de los más bellos poemas que escribió.

A Miguel, que se consideraba tan soldado como poeta, le habían condenado a muerte, acusado de pertenencia al ejército de la República y de estar vendido a Rusia. No obstante, la intervención de José María de Cossío y de aquel cura, José Almáchar, que le prestaba libros en su adolescencia, en ese año vicario general de la diócesis de Orihuela, y que llegó a ser obispo de León en 1944, hizo que un tribunal militar (Franco no quería un nuevo mártir a la manera de García Lorca) le conmutara la pena capital por la de treinta años de prisión.

Quienes le oyeron han dicho que tenía una voz grave, profunda y convicente. El novelista cubano Alejo Carpentier lo grabó recitando la “Canción del esposo soldado”. Lo hizo en París, en 1937Era uno de los poemas que más le gustaban a Josefina. Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, podemos oírlo cuantas veces queramos. A pesar de algunas deficiencias, incluyo el sonido en este artículo con la transcripción de los versos:

He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

“Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.

Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.

Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.

Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.

Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.

Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.

Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.

Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.

Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.

Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos”.


Mucho se ha publicado sobre Miguel Hernández, su obra y su tiempo. Mi biblioteca y archivo son prueba de ello, pero guardo con especial cariño un libro editado en 1980 por Editorial Latorre de Madrid. Prácticamente inencontrable hoy, ilustrado con numerosas fotografías y documentos, fue escrito por Josefina con el título de “Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández”. La fotografía de portada es esa tan conocida en la que ambos aparecen: él dicta unos poemas y ella los mecanografía.

Víctima de la tuberculosis, murió con los ojos abiertos. Eran las cinco y media de la madrugada del 28 de marzo de 1942. No había cumplido 32 años. Hay un retrato a lápiz de su rostro, ya exánime, realizado por un preso que estuvo con él, en el que se le ve también con la boca entreabierta, a pesar del pañuelo que le recoge la barba atado a la cabeza:

“A Miguel se le quedaron los ojos abiertos –cuenta Josefina en el libro—porque durante mucho tiempo estuvo agónico, ya frío y los ojos no tenían el flexible calor para cerrarse al expirar”.

Hombre acostumbrado a arengar a muchos soldados que iban a jugarse la vida, o a levantar la moral de otros a quienes la guerra tenía sumidos en la más profunda depresión (“recítales algo cachondo, Miguel”, le pedía Enrique Líster), no tuvo lo que se dice un entierro multitudinario:

“Llevamos el ataúd en coche de caballos. No había ninguna corona. Sólo íbamos cinco personas acompañándole: su hermana Elvira, una vecina que se llamaba Consuelo, Miguel y Ricardo, dos amigos, y yo”.

¿Qué dejó Miguel Hernández a su muerte? ¿Qué legó a su mujer e hijo? La lista de propiedades de ropa y menaje para casa, explícita en un documento de la cárcel, no es muy extensa:

“Un mono, dos camisetas, un jersey, una camisa, tres calzoncillos, una correa, dos fundas de almohada, una toalla, una servilleta, dos pañuelos, un par de calcetines, una manta, una cazuela y un bote”.

Todo ello, salvo los calzoncillos, fue mandado a desinfección, desde donde pasó a los almacenes de administración, según consta en la nota. Josefina relata qué ocurrió con los calzoncillos:

“Las manchas de pus y sangre en los calzoncillos de Miguel no desaparecieron nunca. Cuando mi hermano vino de la mili, me pidió que se los diera porque no tenía. A pesar de las manchas, los estuvo usando hasta que ya no pudo tenerlos más”.


En la actualidad Miguel Hernández es un poeta reconocido mundialmente. Una Fundación que lleva su nombre es la encargada de transmitir su legado, y en su casa museo de Orihuela pueden contemplarse numerosos enseres familiares, así como la higuera bajo la cual escribió la elegía a Ramón Sijé, su amigo, de nombre verdadero José Ramón Marín Gutiérrez, la más conocida de la literatura castellana junto a “Las coplas a la muerte de su padre”, de Jorge Manrique, y “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, de Federico García Lorca.

Así las cosas, el poema que comienza:

“Yo quiero ser llorando el hortelano // de la tierra que ocupas y estercolas, // compañero del alma tan temprano…”

forma parte del patrimonio literario universal. Como también lo forman los que se inician con:

“Recuerde el alma dormida, // avive el seso y despierte // contemplando…”

y

“A las cinco de la tarde. // Eran las cinco en punto de la tarde...”

No obstante la fama actual del poeta, diez años después de su muerte Josefina tuvo que recurrir a Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya y Antonio Buero Vallejo, compañero de celda en la cárcel y autor del retrato más conocido de Miguel, para conseguir las 2.042 pesetas con que pagar el nicho en propiedad del cementerio de Alicante donde estaba enterrado. En la actualidad, los restos de Miguel, Josefina, fallecida en 1987, con 71 años de edad, y Manuel Miguel, Manolillo, que murió con 45, en 1984, están en la misma sepultura en ese campo santo. Junto a ella hay dos monolitos. En uno se lee:

“Alto soy de mirar a las palmeras”.

En el otro:

“Aunque bajo la tierra mi amante cuerpo esté, // escríbeme a la tierra, que yo te escribiré”.

La exposición “La sombra vencida”, organizada por la Biblioteca Nacional en Madrid, para conmemorar el centenario del nacimiento del poeta, que se cumplirá el próximo día 30 de octubre, permite ver fotografías, libros, documentos y manuscritos relacionados con él, su vida y trabajo. Entre todo el material, cuidadosamente seleccionado, figuran cuatro cuentos: “El potro oscuro”, “Un hogar en el árbol”, “El conejito” y “La gatita Mancha y el Ovillo Rojo”. Es lo último que escribió. Los dedicó a su hijo, Manolillo lo llamaba.

Cuenta Josefina en su libro que Miguel siempre estaba pendiente del pequeño, a quien una vez le hizo en la cárcel un par de alpargatas. También le fabricó un caballito de cartón en cuyo interior le escondió unos poemas:

“Guárdalos, que de ellos podéis vivir tú y mi niño”.

Echaba de menos al muchacho y, confiado en que saldría de prisión, le pedía a su mujer que le contara lo que hacía para él:

“En cuanto he sabido que saldré de un día a otro, me he puesto a hacer unos juguetes a Manolillo, que están a punto de estar terminados. Son un camello, un popeye y un gurriato (es un guarrito). Estoy seguro de que le gustarán a mi niño, y pienso ganarme su confianza con ellos, porque, si no le llevo nada, no sé cómo va a empezar a quererme y confiar en mí”.

El libro termina con un párrafo revelador:

“Y así se fue Miguel al otro mundo: con todas sus ilusiones, con toda su honradez, y con toda la tristeza que solamente yo sé”.

Contra quienes quisieron mantener su obra en las heces de olvido, la sabotearon y no autorizaron que se publicara completa hasta 1976, los manuscritos de esos cuentos, que han sido editados en fácsimil para acompañar el catálogo de la exposición, revelan cómo su voz se ha alzado por encima de todos los muros, los bozales y las censuras.

Y lo ha hecho, aunque Miguel Hernández los escribiera en papel higiénico.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hermoso tributo al poeta del pueblo.
Qué llamó a los poetas para que con él se acercasen al pueblo, alejándose de sus torres de marfil y pedestales. Él que escribió desde el clamor de la guerra, donde arengaba a los soldados. Confiaba que sería la solidaridad entre los hombres, la que hiciera posible la superación de la animalización de estos. En su libro El hombre acecha, encontramos el poema Llamo a los poetas, nos deja fiel reflejo de sus gustos poéticos y de sus amistades. El chileno Pablo Neruda, el sevillano Vicente Aleixandre.”Con ellos me he sentido más arraigado y hondo, además menos solo”.
Y en esa soledad la del poeta , hombre al fin, como debió de sentirse el de Orihuela, “Ya vosotros sabeís, lo solo que yo soy, por qué yo soy tan solo. Andando voy, tan solos Yo y mi sombra”

En este poema , llama a los poetas a despertar la conciencia de los hombres. “Siempre fuimos nosotros sembradores de sangre…No reposamos nunca”.

Que la voz del poeta de Orihuela y la de todos los poetas, no tirite de frío en bibliotecas, o aulas sin emoción y que vibre en el calor de nuestras manos, en las del pueblo, del que Miguel se sintió Viento.
m

Unknown dijo...

Vuelve a mi memoria aquél librito de la Colección Austral, "El rayo que no cesa", que aún conservo, y al que acudí tantas veces en mi infancia-adolescencia, cuando todos andamos con penas de amor.
Y vuelve a mi memoria aquél comentario que me hiciste sobre "la cara de patata recién sacada de la tierra" con la que Neruda comparó la de Miguel.
Gracias por acercarnos al poeta sin dueño. Gracias.
Magnífica exposición. Como siempre.