viernes, 12 de noviembre de 2010

Un viaje alucinante y el prepucio de Cristo



Me apuntaría sin dudarlo a un viaje cuyo principio fuera la lengua. Después vendrían distintas estaciones, paradas en el trayecto, lugares donde reposar los cansados huesos y alimentar el cuerpo, que diría Labordeta, mochila al hombro. A saber: 1) Un santo para chuparle los dedos. 2) Adorar a Buda por la peana. 3) Prepucios, listos, ya. 4) No me busques las costillas. 5) Una mano que se alarga. 6) El pelo más peligroso del mundo. 7) Con uñas y dientes. 8) Por un quítame allí esos pelos. 9) Restos finales.

Aunque haya estado en algunos de los sitios a visitar en ese hipotético viaje, volvería a hacerlo. Una reliquia es una parte del cuerpo de un santo o cualquier objeto que haya tocado este cuerpo. Hasta que el Concilio de Trento (1563) puso orden: “Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los Santos, en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes”, en torno a las reliquias giraba un próspero negocio del que se beneficiaban monasterios, órdenes religiosas, señores feudales y regiones enteras de Europa. En el año 787, un concilio general había decretado: "Si a partir de hoy se encuentra a un obispo consagrando un templo sin reliquias sagradas, será depuesto como transgresor de las tradiciones eclesiásticas". Ningún obispo se atrevió a desobedecer. Era la propia Iglesia la que en cierta medida fomentaba la falsificación de reliquias.

El reclamo de una reliquia sagrada atraía a multitud de fieles a los mercados y convertía aldeas en ciudades florecientes. Los “souvenirs” traídos de Tierra Santa por los caballeros cruzados no alcanzaban para satisfacer la enorme demanda y la falta de existencias degeneró en la venta al por mayor de objetos falsificados. En la baja Edad Media la autenticidad de una reliquia no era tan importante como su objetivo. En una época oscura y convulsa, la desesperación obligaba a las gentes a buscar un remedio rápido para sus males y los santuarios se llenaban de peregrinos ansiosos por idolatrar un fúlgido relicario con supuestos poderes milagrosos.

Ya San Agustín (354-430), el más grande de los Padres de la Iglesia, denunció a impostores vestidos como monjes que vendían reliquias falsas. San Gregorio (540-604), el sexagésimo Papa (590-604) de la Iglesia, prohibió la venta de reliquias y la profanación de tumbas en las catacumbas, pero, a pesar de ello, no se frenaron los abusos.

El surtido de reliquias es tan abundante y variado como pintoresco: las piedras con las que se lapidó a San Esteban, primer mártir cristiano, cuyas fechas de nacimiento y muerte se desconocen; la esponja con la que Santa Práxedes (fallecida el año 159) recogía sangre de los mártires; las flechas que mataron a San Sebastián (256-288), y los pechos de Santa Águeda , que le fueron arrancados durante su martirio en el 251.

Se veneran también una oreja, la sandalia del pie derecho del apóstol San Pedro (muerto hacia los años 64 o 67) y eslabones de la cadena que soportó en su prisión; el suspiro de San José metido en una botella; un estornudo del Espíritu Santo, también embotellado; más de 60 dedos de San Juan Bautista, y el velo, cinco gotas de leche de sus senos, lágrimas, el hígado, el corazón y la lengua de la Virgen María, así como 4 cabellos y varios trocitos de su camisa.

No olvidemos tampoco tres cordones umbilicales, el primer pañal, una paja del pesebre donde nació, varios Santos Prepucios y unos quinientos dientes de leche del Niño Jesús; raspas de los peces multiplicados en el primer milagro del Salvador; una de las ramas de olivo que tenía el Nazareno en las manos cuando entró en Jerusalén; la cola del asno que llevó al Señor; el lienzo con el que Jesucristo secó los pies de los apóstoles antes de la cena pascual; un par de manteles, lentejas, una miga de pan y fragmentos de la mesa en la que se sirvió la Última Cena; media docena de ejemplares del Santo Grial, el cáliz de la última cena; una campana de cobre fundida con una de las 30 monedas de Judas Iscariote; unas ochocientas espinas de la corona que llevó Jesús; tres ejemplares de la lanza que le atravesó el costado cuando lo crucificaron; medio centenar de santos sudarios, conservados en otros tantos lugares; astillas de la Vera Cruz para llenar una carreta; e incluso pescado asado y pastel de miel, menú que Nuestro Señor comió con sus discípulos cuando se les apareció después de resucitar.

Uno se asombra de todo lo anterior y de saber también que hay quienes se asombran creyendo en la existencia de plumas de las alas del arcángel San Gabriel, de la lengua amojamada de San Antonio de Padua(1195-1231), de una costilla de Juana de Arco (1412-1431), de un pie incorrupto de San Francisco Javier(1506-1552, al que una piadosa mujer arrancó varios dedos de un mordisco, de un diente de Buda (563-486 a. de C.), de un pelo de la barba de Mahoma (571-632), y del prepucio de Cristo. Nadie ha hablado del pucio y el postpucio.

Al ser judío, Jesús fue circuncindado, es decir, le hicieron la fimosis, entendámonos. Los judíos tienen una tradición milenaria que es quitar el prepucio del varón al octavo día de su nacimiento, como símbolo de la alianza entre Abraham y Dios. El destino de ese prepucio tan especial ha sido objeto de intensos debates a lo largo de los siglos.

Una anciana que laceró el celeste capullo lo sumergió en una pequeña redoma con aceite de nardo y lo entregó a su hijo, comerciante en perfumes, con la advertencia de que no lo vendiera. Pero el joven desobedeció a su madre, y el Santo Prepucio inició así su intrincado vagar por el mundo. Fue un viaje a prepuciazo limpio.

Cualquiera puede imaginar que la divinidad que se le atribuye a Jesús está proyectada también en ese trozo orgánico retirado de su pene. De ahí, su carácter humano. Dogma de fe es que subió a los cielos para sentarse a la derecha del todopoderoso. No obstante, hay quienes no se conforman sólo con eso y escriben sesudos textos para dar a conocer otras particularidades prepucianescas. Así, el teólogo León Alacio (1586-1669) en “De Praeputio Domini Nostri Jesu Christi Diatriba”, afirma sin rubor que el tejido santo se convirtió en los anillos del planeta Saturno. Con un par.

Sin embargo, el objeto tuvo existencia física como reliquia religiosa y fue adorado con fervor. Su primera propietaria habría sido María Magdalena, de la que se cuenta que utilizó el aceite de la redoma para ungir los pies y la cabeza de Cristo. Desaparecido del mapa, el prepucio divino llegó en el siglo IX a manos de la emperatriz Irene de Bizancio, que se lo regaló a Carlomagno el día de su boda.

El emperador bizantino lo colocó en el altar de la iglesia de la Bendita Virgen María en Aquisgrán y más tarde lo transfirió a Charroux, ambas ciudades francesas.

En el siglo XII, el Santo Prepucio fue llevado en procesión a Roma. Y en el siglo XIII estaba en la iglesia de San Juan Luterano, adosado a una cruz de oro con piedras preciosas. Debemos imaginar la excelente calidad del líquido donde había sido sumergido el anillo de piel, habida cuenta que no se dice en los textos a él referidos que estuviera hecho unos zorros. En 1427 se constituyó la primera Hermandad del Santo Prepucio. Se peregrinaba a Charroux, iglesia que presumía de tenerlo y que competía, no obstante, con otras, como la de Amberes, porque parece que había más de un prepucio de Cristo. No tantos como trozos del hábito de fray Leopoldo, repartidos en millones de estampas, pero casi.

Al parecer, habrían existido hasta 14 prepucios de Jesús. Estuvieron en la Basílica Laterana de Roma, Charroux, Santiago de Compostela, Amberes, París, Brujas, Bolonia, Bensançon, Nancy, Metz, LePuy, Conques, Hildesheim y Calcata. Se le pidió a Inocencio III (1161-1216), que fue el Papa (1198-1216) número 176 de la Iglesia, que zanjara el conflicto, pero el pontífice, juzgando temerario pronunciarse al respecto, dejó el tema en manos de Dios. Años más tarde llegaría la solución: la Virgen María le habló a Santa Brígida de Suecia (1303-1373), patrona de Europa, para confirmarle que el auténtico prepucio de su Hijo era el adorado en Roma. La cosa quedó aclarada, menos mal.

El jesuita Alfonso Salmerón (1515-1585), nacido en Toledo y uno de los grandes eruditos bíblicos de la época, consideraba que el prepucio divino era “el anillo de compromiso de Cristo para sus esposas, las monjas". Aseguraba el dilecto investigador que “el fabricante de este anillo es el Espíritu Santo, y su taller el purísimo útero de María”. Nadie se atrevió a decir, ni a insinuar siquiera, que el Espíritu Santo fuera un profesional del trabajo con piel, un talabartero, al modo y manera de los que ejercen su oficio hoy día en Ubrique, por ejemplo.

Catalina Benincasa, que pasó a la Historia como Santa Catalina de Siena (1347-1380), patrona de Italia, se casó místicamente con Jesús. En una visión la Virgen María la presentó a su hijo y, como señal del matrimonio, Jesús le entregó el anillo de casamiento confeccionado con piel de su prepucio diciéndole: “recibe este anillo como testimonio que eres mía y serás mía para siempre”.

Esta santa, que gritaba rodando por el suelo y tenía visiones, afirmaba que llevaba en el dedo el prepucio del Señor, visible para ella, pero, lamentablemente, invisible para los demás. Y cuando su dedo (el de Catalina) también se convirtió en reliquia (como su cabeza y uno de sus pies), muchas beatas que lo adoraban llegaron a afirmar que allí veían el anillo de carne. Increíble visión salpicada de ciertas suspicacias.

El éxtasis que despertaba tanta fe llevó a la monja capuchina austríaca Agnes Blannbekin, fallecida en 1715, a sentir milagrosos efectos. Precisamente ella vivió en la época en que se festejaba el Día de la Circuncisión (primero de enero de cada año). La hermana Agnes, que tenía unos accesos místicos de no te menees, lloraba por la sangre derramada a tan temprana edad por su Señor, y fue en una de esas fiestas litúrgicas donde sintió el prepucio de Cristo en su lengua.

Su párroco, el historiador y bibliotecario benedictino austríaco Hyeronimus Pez (1683-1735), contaba respecto a tales éxtasis: “¡Y ahí estaba! La hermana sintió de repente un pellejito, como la cáscara de un huevo, de una dulzura completamente superlativa, y se lo tragó. Apenas se lo había tragado de nuevo, sintió en su lengua el dulce pellejo, y una vez más se lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces.” Sin comentarios a centena tal y tragaderas cuales.

Una sociedad llamada Academia Preputológica se marcó el objetivo de restaurar el abolido culto al Prepucio de Cristo. El 15 de mayo de 1954 se celebró un cónclave en el cual se sometió a deliberación la propuesta de recuperar este culto, derogado por un decreto de 1900. Tras la exposición de los argumentos y acaloradas discusiones, los cardenales acordaron rechazar la solicitud, ratificando la condena de la veneración del Santo Prepucio. Creo que hay pena de excomunión contra todo aquel que escriba o hable del Santo Prepucio sin permiso de la Santa Sede. Yo no lo tengo. O sea, ya me la he cargado.

La gente hace banderas, que no todas van a ser Antonio, de cualquier cosa y cree en lo más increíble. Necesitamos creer. Creer en que somos capaces de creer. Creer en alguien. O en algo. O en el algo de alguien que no es nadie. Las creencias, que no las ideas, son las que nos mueven a movernos.

Así las cosas, el viaje nos llevaría por dedos desmembrados, astillas de tibia, mechones de pelo robados, restos carbonizados de cajas torácicas y todo tipo de despojos humanos. Pero no es un viaje en torno a la muerte, sino a las religiones. Un paseo por el catolicismo, la iglesia ortodoxa, el Islam, el budismo y el hinduismo.

Un viaje a bordo de un libro, "Huesos sagrados", pilotado por Peter Manseau. Un viaje para intentar comprender cómo la vida de un muerto puede cambiar la de millones de vivos. Un recorrido por Papúa, Goa, Los Ángeles, Jerusalén, Cachemira y Sri Lanka, entre otros lugares, para tratar de entender el culto a las reliquias. Si alguien se atreve a viajar, ya sabe.

1 comentario:

Peggy dijo...

Curioso viaje..Ya saco billete para el próximo.